A mi abuelo le pasó lo mismo que a Pedro Páramo o que a José Arcadio Buendía, un día se detuvo en seco. No murió, no renunció, no enfermó, simplemente se detuvo. Vendió todo y pasó el resto de su larga y silenciosa vida en una casa blanca cerca de un calmo río, con un bosque de eucaliptos a modo de verja natural y un jardín que no dejaría de florecer hasta el día de hoy. Como los patriarcas más inmensos de la literatura latinoamericana, mi abuelo, tal vez en un sueño igual que José Arcadio, vislumbró entre los reflejos de la realidad el peso de la imposición que caía sobre sus hombros por sostener una lucha despiadada para mantener la tierra controlada, productiva, ordenada. El temblor secreto que me produce ese detenerse en seco como si una pared de vidrio invisible se alzara frente al camino es reconocer lo indomable de la tierra, de la naturaleza y de los sentimientos más profundos.
En Cien años de soledad, la novela de Gabriel García Márquez (Colombia 1927 – México 2014), José Arcadio Buendía era un patriarca juvenil que guiaba, daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de los niños, los animales. No huía al trabajo físico porque estaba comprometido con la comunidad. Luego se hace amigo de un soñador, un viejo sabio que le llena la cabeza de idas, de inventos, de hielo y de visiones, ese era Melquiades. Un hombre que le hace ver otras cosas, le llena el alma de otros sentimientos y poco a poco se aleja del bien común, de la productividad, de su rol de patriarca para dedicarse a “cosas de locos”. La familia tiene que amarrarlo al castaño gigantesco en su patio, un árbol de muchas ramas murió ahí, incapaz de ser productivo y vivir en la realidad. Murió ahí, después de años, bajo las ramas de su propio árbol genealógico.
José Arcadio Buendía es el que funda Macondo. El pueblo del que todos venimos.
García Márquez describe a José Arcadio Buendía como “el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.” La productividad y su relación con la tierra y la forma en que el sol se comporta era del dominio de José Arcadio.
“Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros.”
Esa aldea se fundó, cuando el patriarca, joven aún, salió de la mano con su esposa, Úrsula, de su pueblo, Riohacha. De algún modo extraño, los jóvenes amigos los siguieron en lo que se conoció como “la travesía de la sierra”. Duró dos años, se iban lejos de lo viejo, hacia el mar. Nunca encontraron el mar. Se perdieron en los pantanos, se detuvieron a acampar “a la orilla de un río pedregoso cuyas aguas parecían un torrente de vidrio helado”. Esa noche Jose Arcadio sueña. Una ciudad moderna y un nombre sobrenatural: Macondo. Al día siguiente, decide que no se anda más, no se busca más, es aquí, dice. Se detienen y funda su aldea.
En la literatura de García Márquez, el acto, casi poético, de un hombre que se detiene no solo implica el destino de ese hombre si no el de todo un pueblo, toda la comunidad. Como si del movimiento de ese solo hombre, del patriarca, dependiera el movimiento de todos los demás, de sus sueños, sus amores, sus lugares. Incluso el de la propia naturaleza, allí donde había solo una llanura acuática de la ciénaga hubo una aldea, una ciudad.
En Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo (México 1917 – 1986) el patriarca de Comala —también una aldea inventada y de la que venimos todos—, un día ante la imposibilidad de dominar su amor, de conquistar a la mujer que ama como conquista el gran latifundio que tiene, de darse cuenta de que una mujer no es un territorio, decide dejar que todo caiga en desgracia como ha caído su corazón. “Juró vengarse de Comala” de la tierra, hacerla polvo.
La escena es así: “La Media Luna estaba sola, en silencio. Se caminaba con los pies descalzos; se hablaba en voz baja. Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron. Allá había feria. Se jugaba a los gallos, se oía la música; los gritos de los borrachos de loterías. Hasta acá llegaba la luz del pueblo, que parecía una aureola sobre el cielo gris. Porque fueron días grises, tristes para la Media Luna. Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala.
-Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre. Y así lo hizo”.
Y lo hace sentándose a ver la vida pasar, a ver Comala caer, la tierra morir y el mundo cambiar. Su mujer, el único territorio que no pudo pagar, ni robar, ni labrar. Se sentó en un viejo equipal en la puerta de su hacienda La Media Luna, no se movió hasta desintegrarse y volverse un montón de piedras.
Detenerse, sentarse a morir o simplemente parar, en tiempos donde la tierra era símbolo de desarrollo y progreso, en tiempos donde la literatura en Latinoamérica empezaba a cambiaba los paradigmas de la relación entre ficción y realidad como una forma también de cambiar la forma en que percibíamos nuestra propia realidad. Acudiendo a lo mágico como forma de revelarse a las normas impuestas, a las ideas demasiado incrustadas en la sociedad, en las familias, en los hombres y mujeres.
Pienso en el terror que habrá causado la decisión de mi abuelo de parar, detenerse y no trabajar, vivir al máximo la vida, crear un espacio mágico dónde todo crece y florece. El desconcierto aún continúa en la familia que se pregunta por qué lo haría, qué le habría pasado, qué Melquiades habría metido ideas en su cabeza, qué pérdidas lo habrían hecho ver la vida desde otro ángulo. Estos actos mágicos cambian la historia, cambian la forma de mirar y caminar en el mundo, más ahora, que parece que camináramos, muchas veces, entre los muertos.