Tiene solo 19 años de edad. Pude conocerlo como un deportista de alto rendimiento, pero no, estaba a la espera de un juicio por receptar, consumir, e incluso compartir drogas entre sus “amigos”.
A milímetros de mí, las manos frías y la voz temblorosa de su abuela, sentada frente aquel pasaje insospechado. “¿Y ahora qué pasará?”, pregunta como si pudiera yo saber la respuesta, esa que se me anudó en la garganta y detuvo por instantes mi respiración.
Muy cerca también, la novia del chico, y enfrente de mi grabadora, la madre, toda angustia, incertidumbre, miradas húmedas, presente sin treguas, futuro incierto…
“Hace como siete meses mi hijo empezó a comportarse diferente. Ya no veía el televisor, ni compartía, ni conversaba conmigo, necesitaba salir siempre.
“Regresaba con su rostro enrojecido, lo cual era fácil descubrir, porque es muy blanco de piel.
“Me miraba, se reía mucho. Y le preguntaba, ¿tomaste alguna cerveza? Lo olía, pero no tenía aliento etílico, sí a caramelito. No obstante, algo estaba mal.
“Lo dejaba en casa algunos fines de semana con mi otro hijo, de 25 años, y al regreso faltaban cosas, como sus zapatos. Me decía que los prestaba, faltaban también sus chancletas, no veía su reloj….
“Mi reloj tampoco estaba. Empezaron a faltar prendas, y ropas, que prestaba, me decía. Cuando verificaba se ponía rebelde, agresivo. ‘Tú no tienes que ir, tú no tienes que verificar lo que yo te digo, para eso estoy yo que los presté’, gritaba.
“Y yo siempre trataba de persuadirlo. ¿Prestas y no se recupera, hijo? ¿Qué problema tú tienes, mi vida? Habla conmigo, le decía. Ahí empezó con su ‘a mí no me importa nada. Me da lo mismo quedarme sin nada’.
“Cierta vez, en uno de sus impulsos tiró su teléfono contra la pared y lo hizo trozos, hasta tumbó parte del repello, y me pedía el mío para escuchar música un ratito en su cuarto.
“Entonces, revisaba el Whatsapp. Él incluía alguna muchachita, pero también tenía conversaciones extrañas de que ‘si te espero, son tres, son seis, son cinco. ¿Cómo te veo? Me hace falta. Es urgente’… y até cabos”.
“Me di cuenta que era por el famoso químico, y empecé una guerra campal en casa. ¿Dónde vas? ¿Qué haces? Me aparecía donde estaba. Preguntaba, a dónde iba. Le exigía horarios. Nos decimos palabras, que ni repetir. ¡Un ambiente muy tenso!
“Tengo en casa un punto de venta, y se robaba parte del dinero, cuando trabajaba ahí, todo por su necesidad imperiosa de consumir, como un loco, desesperado.
“Estaba días sin bañarse, con un mal olor hasta en los pies, en todo. Era una actitud fatal, incluso, comía en su cuarto y dejaba los platos debajo de la cama, con hormigas.
“La situación fue cada vez más tensa. Comía más de lo normal. Mientras yo intentaba dormir, lo sentía en la cocina, con los calderos, ingiriendo alimentos, desaforado. Y le decía, ¿tú tienes una hipoglicemia?
“Respondía, ‘mami, yo me siento mal. Yo tengo que comer’. Un día le conté 12 platos de comida.
“Se aislaba para el cuarto de arriba, me expresaba, que ‘no quería salir, ‘déjame, solo tráeme de comer y no te molesto. De tener químicos me echaría el día entero aquí’.
“Entonces, lo asumió. Esa era la verdad. ¡Mi hijo se drogaba!
“Comencé a buscar ayuda, primero con la jefa de Sector de la Policía, pues venían muchachos al portón, él salía y volvía a entrar. Y me daba cuenta que traficaban algo. Nunca más recuperé nada de lo que se llevaba de casa. Cada día se fue perdiendo y perdiendo más.
“La jefa de Sector conversó con él, de su actitud, y de cuánto le podía causar en su salud, le dijo del control judicial y de la afectación en la situación familiar.
“Nada bastó. A la semana recurrí a ella de nuevo, entonces lo citó para la Policía, para que sintiera más presión, le aconsejaron y firmó un papel.
“Otro oficial que atiende drogas le volvió a citar. Hay palabras que no olvido de este último diciéndole, ‘ayúdame a acabar con el químico, con las drogas, no te destruyas. ¿Dime quién te la vende?
“Él le dijo que no, que no diría nada, porque lo compraba a personas diferentes, a quien tuviera.
“Tampoco bastó. Se agravó todo mucho, mucho, mucho más. Vendió el fogón de mi casa, las balitas de gas, los ventiladores, la máquina de pelar, las bocinas de música, y otras cosas, que me daba cuenta a los días.
“No consumía dos o tres, sino según lo que vendiera o empeñara. Se compraba 15 y 20 pa’l día, a un costo de 100 0 150 pesos, creo yo.
“Ahh, fui al Centro de Salud Mental y la doctora me explicó que no podía ir a casa a verlo, a tratarlo. Él debía ir por sus pies y aceptar lo que sucedía.
“Me dijo que la juventud, el adolescente consumidor tiene que reconocer que es adicto a químicos, drogadicto, para poder tratarse.
“Pero esas palabras nunca las aceptó. Él no lo admitía. Y entonces, mientras más consume, más se cae. La abstinencia de cuando no tenía qué consumir fue siendo mayor y mayor.
“Pasaba tres horas sin químicos y ya no podía, rompía ventanas, puertas. todo. Cogía un cuchillo, una tijera. Lo que encontrara, y me decía que se iba a agredir.
“Una noche se fue para un monte detrás de la casa de mi mamá, como a las diez, y yo dando gritos busqué una amistad del barrio para sacarlo de allá, decía que se quería quitar la vida.
“En mi familia hubo un suicidio, mi único hermano, y eso me aterraba más. Cuando está así las venas se le quieren salir del cuello. No podía contenerse.
“Pero el punto final lo puso entre sábado y domingo, pasados. Empezó dar piñazos a las paredes. Partió su cama a la mitad, y salió como loco a la calle.
“Entré en pánico junto a mi otro hijo, mayor que él, pero que me dice, ‘mami mi hermano nos va a matar’. Una vez le partió hasta la boca, por dentro.
“Ese sábado regresó en la madrugada, como un monstruo, fue a mi cuarto y me dijo, ‘levántate de la cama y vete de la casa, porque hoy te mato y me apuñalo’.
“Reventó contra la ventana los pomos que estaban en la meseta, resbaló, cayó al piso, y al levantarse empezó a darle vueltas a la casa, y hablaba de un demonio.
“Corrí a la calle en pleno apagón, y él también se fue. Con unos vecinos fui a buscarlo. Estaba tirado en el suelo de un portal, diciendo que quería morirse.
“Amanece el domingo, y ya si fue el final. Cogió un bate, desbarató a trozos la puerta de su cuarto, al igual que los cuadros de pared con sus fotos de pequeño, picó la manguera de la balita de gas, pero por suerte no tenía, y con una pata de tijera me amenazó a muerte si no le daba 5 000 pesos para pagar lo que debía y comprar más químicos…
‘¡Si no me das ese dinero, sobras tú y yo también!’, fueron sus últimas palabras, antes de salir corriendo a denunciarlo en la Policía. No lo he vuelto a ver. Está detrás de las rejas”.
Su voz se fragmentó poco a poco. Hubo silencio total. Bajé la vista, no pude mirarle los ojos en ese instante. Solo apagué mi grabadora, respiré y apreté -madre a madre- su mano izquierda. Ambas sabemos que no es el fin de esta historia -sin nombre ni apellidos-, y sabemos que puede ser historia de otras.
Continuará…
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