De David Uclés, que acaba de cumplir 35 años, se dijo enseguida que era el nuevo Gabriel García Márquez. Su novela La península de las casas vacías, que salió en 2024 en España, publicada por Siruela, lleva ya trece ediciones de buena tirada y ha revolucionado las estanterías.
La novela, de setecientas páginas, es reflejo de una guerra, la Guerra Civil española, que jamás se había contado de este modo. Uclés es de Úbeda, en Andalucía. Esa no es la única sede de su relato, que recorre todo el país en las épocas más duras y escalofriantes de una historia que jamás ha cesado de conmover al mundo.
Minucioso y hondo, como si él hubiera estado donde ocurre la tragedia. Fue enseguida captado por la lectura apresurada con el tópico contemporáneo más habitual, que su estilo, su narración, proviene de lo que fue más deslumbrante en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez: el estilo.
A esta entrevista él llega con la alegría asustada de alguien que, casi un adolescente, con diecinueve años, venía escribiendo este libro y jamás pensó que su culminación le trajera tal éxito como el que lo tiene viajando por toda España para contar las historias que ahora son letra impresa y antes fueron la raíz de su propio asombro: la guerra de España.
Le dije, para empezar, que recomendé su libro al cliente de una librería y éste me dijo: “¿Es de la Guerra Civil? ¿Es esa novela que se parece a García Márquez?”. Le dije que no, y el propio Uclés, que parece un chiquillo que estrena asombros, me dijo que le leyera su propio párrafo. Así que esto le leí de su propia cosecha literaria:
“Llovía en toda la península, tanto que el servicio estatal de meteorología de Iberia intervino en el Gabinete de Gobierno para aplicar la ley queda hasta que amainara, es decir, se detenía oficialmente el conteo de los días y hasta pasada la tromba no retornarían al calendario. Lo harían por el mismo día en que lo habían detenido. Esta es la razón por la que en los libros aparece que aquel aguacero se dio únicamente en la madrugada del 14 de julio, desde las cinco de la mañana hasta las cinco de la tarde, cuando en realidad duró 28 días exactos”.
Dice Uclés sobre las semejanzas posibles con el diluvio en Macondo: “Empecé a leer Cien años de soledad cuando tenía 19 años y vi claro que quería hacer algo parecido. Dejé la lectura en la página 30, no leí nada más porque no quería tener una contaminación positiva y me dije a mí mismo que lo haría cuando publicara el libro. Lo hice en marzo y lo leí el pasado verano. O sea, no había leído a García Márquez, sólo Crónica de una muerte anunciada en el colegio. Quería hacer una genealogía, contar la estructura de una familia, crear un Macondo que desde lo individual acercara el lector a lo universal; que en el mismo pueblo ya pudiera ver el lector toda la idiosincrasia del pueblo íbero, y eso me lo transmitió García Márquez con las primeras páginas de Cien años de soledad. Así que detuve la lectura. En cambio, me influyeron muy directamente otros escritores, como Günter Grass con El tambor de hojalata o Salman Rushdie y sus Hijos de la medianoche. Me maravilló también Un lugar llamado antaño, de la premio Nobel Olga Tokarczuk. Estos son ejemplos contemporáneos que cuentan una herida reciente bajo cierto halo onírico. Pero Gabo no me influyó tanto, lo que pasa es que si alguien de prensa me dice que soy el nuevo Gabo, yo asiento y digo: “Vale, si usted lo ve así…” ¡Saramago sí que fue un modelo a seguir!, el escritor a quien más leí. No nos parecemos, pero es quizá mi maestro literario.
–Pero cuando se escribe, uno se parece a sí mismo. La consecuencia de la lectura eres tú mismo.
–Sí, exactamente. Al final estamos todos hechos de lo que hemos leído anteriormente, aunque no seamos conscientes. Lo que más me gusta del éxito del libro es que mucha gente me dice que ve una voz propia en el narrador, por salirse de la norma. Yo le digo que no he inventado la rueda, que en el Tristram Shandy, de Laurence Sterne, ya se jugaba con la narratología, y también lo hacían Cervantes y Unamuno, y muchos más. Pero como rompo la cuarta pared tantas veces como narrador y hago lo que se me antoja, parece que eso ha causado cierto revuelvo y lo ven como algo innovador.
–¿Y qué llegó de ti con Günter Grass?
–El tambor de hojalata me fascinó porque yo quería leer sobre la guerra, pero no desde el realismo. Tengo una tesis, y es que las imágenes oníricas coloridas, o que deconstruyes y se las vuelve a entregar ensambladas de otra forma al lector, les tocan de otra manera. Las reconocen, pero les chocan. Estas imágenes surrealistas se quedan más en la retina que una descripción meramente realista. A mí me cuentas la Segunda Guerra bajo un realismo puro y me desagrada, pero si me lo cuentas con esa luz que tenían Magritte o el último Goya, de una manera más impresionista, quizá me angustie menos, pero se me quedará mejor grabada en la retina. Por eso se me quedó en la memoria el horror del nazismo que describe El tambor de hojalata: esa inocencia rota de Oskar, el protagonista, cuando decide dejar de crecer. Son metáforas con las que puedes comprender cómo el pueblo alemán llegó a esa atrocidad, y yo quería hacer algo parecido con nuestra guerra. Mi intención inicial partía de hacer un Macondo íbero, sin presencia bélica. Pero con el pasar de los años decidí que no solo contaría toda la guerra, sino que intentaría plasmar en el libro el carácter de los diferentes pueblos que hay en la península ibérica, que cuando el lector terminara de leer el libro tuviera la sensación de haber viajado por la península, que se pudiera hacer una idea de la idiosincrasia del ser español y entender por qué hemos llegado a ciertos problemas. Esa era mi ambición, casi más antropológica que literaria.
–Hay un solo autor, pero ¿cuántos lectores de ese libro hay en ti?
–Pues tiene muchas lecturas. Yo todavía no lo he podido leer en papel porque no me ha dado tiempo, pero me hace ilusión. Incluso yo descubriría cosas nuevas. Puedes leer el libro y quedarte con lo bélico, o con el realismo mágico o el iberismo, o con la parte costumbrista y antropológica, ¡o con la extraña forma de narrar! He hecho más de cien presentaciones en menos de un año y no he aborrecido el libro porque en cada presentación comentamos un tema diferente. Quizás sea un poco pretencioso que yo lo diga, pero creo que se trata de una novela total porque quiere encerrar un mundo en un solo tomo. La Península es como una cebolla. Que haya tardado 15 años es la causa de haber añadido capas y capas. A los 25 años estudié muy bien la Guerra Civil; a los 28 me fui a los Alpes, me aislé y solo leí obras del realismo mágico; a los 30, gracias a la beca Leonardo, fui a todos los lugares donde han estado mis personajes, para pintar así las páginas con una pátina de verosimilitud… Badajoz, Cáceres, Málaga, Gernika… ¡Ha sido una locura! No sé ni cómo me metí en esta empresa. En mi cabeza solo existía el libro. Una locura muy quijotesca. No siento que haya sido un tiempo malgastado, pero nadie me aseguraba el éxito. Con decirte que hasta hace un año mi padre no me hablaba…
–Trataba de imaginarte de niño, después de adolescente mirando lo que pasaba alrededor, lo que había en tu pueblo, y luego escribiendo lo que viste a solas, cuando todavía no sabías que ibas a ser un escritor.
–Eso es bonito. Cuando leí Luciérnagas se me quedó grabada una reflexión de Ana María Matute: todos nos quedamos en cuanto a personalidad en los ocho o nueve años. Somos niños envueltos en capas, pero en la vejez volvemos a esos niños. Yo intento mantener el niño que fui y recuerdo mis días de infancia jugando en el campo. Me crie en un olivar. Mi padre fue guardia civil, no porque tuviera una ideología muy patriótica, sino porque había que traer dinero a casa y aquello le daba un sueldo fijo, además de los olivos. Toda mi familia es olivarera. Recuerdo a mi padre llevándome al olivar desde chico a recoger aceitunas. Me decía: “si no estudias y te sacas un provecho, esto es lo que te espera”. Viví en una familia muy austera, un poco al estilo de Bernarda Alba. No se celebraban muchas cosas por no tentar la suerte. Por ejemplo, si llegaba un día a casa del instituto con una matrícula de honor, no se celebraba —o me daban 5 euros y a volar—. “¡Cuidado, que se pueden torcer las cosas!”, decía mi padre, y suele decirlo todavía hoy. Me he criado en una familia que expresa el cariño de otra manera; te lo da, pero no lo verbaliza.
–¿El campo te hacía feliz?
–Sí pero no todo fueron rosas. Los críos de mi edad me hacían mucho bullying. En el campo me tiraban piedras y me daban con palos por tener pluma. Yo me defendía, no lo traumaticé. El arte era mi vía de escape. Para más inri, también guiñaba los ojos, los ponía bizcos, tenía siempre mucha tos y era un niño muy nervioso; muy sociable, con mucha imaginación, pero muy nervioso.
–Acaso la actitud de tu padre era que la guerra siguió y siguió. Esa guerra no se ha terminado nunca.
–La guerra continúa, la herida no está cerrada. Pero no se hablaba mucho de política en mi casa.
–A lo mejor el miedo a la guerra hacía que no se hablara de política.
–¡Claro! Pero no solo en mi familia, sino en todo el país. En las familias no se ha hablado de la guerra. Eso es lo que he comprobado este año de intensa promoción, al hablar con miles y miles de personas sobre este tema. A nadie le han hablado de la guerra. Excepción en Cataluña, en algún pueblo de izquierdas, donde contaban la guerra desde la parte republicana. Pero, en general, en el país no se ha contado, ni en las familias ni en las aulas. Solo el silencio.
–El libro es también una lección de estilo, de lenguaje, de humor… Un libro que hace que el tiempo, los hechos, la paciencia, la guerra y la aliteración sean instrumentos para contar qué pasó por parte de un chico que no había nacido.
–Que muchos de estos elementos narrativos sean verosímiles hoy, ¿tiene que ver con tu propia imaginación o con lo que tú deduces que podría estar pasando y todavía no ha pasado?
–En efecto, uso esas herramientas para emocionar y hacer que el lector viva esa época que ni yo viví ni él tampoco, pero esa es la función del escritor y del historiador. No hemos vivido una época, pero tenemos el derecho, incluso la obligación, de contar lo que sucedió. El pasado se cuenta mejor con la perspectiva de la distancia temporal. El tiempo, esa distancia inmaterial, facilita la creación, la representación más veraz y completa de un hecho histórico.
–¿Y en el futuro cercano?
–Tengo la impresión de que, desde hace un par de años, todo va muy acelerado. Veo que vamos encaminados de nuevo hacia el barranco o, como decía Francisco Ayala, hacia el tajo. Espero que no surjan dos Españas que se vayan a volver a enfrentar, pero la democracia se está desgastando a nivel mundial, sobre todo en Europa, y creo que vamos encaminados de nuevo hacia dictaduras contemporáneas. En la primera entrevista que me hicieron en El País pusieron de titular: «No me extrañaría una futura Guerra Civil de nuevo en España». Me chocó entonces, pero hoy, casi un año después, no veo demasiada exageración. No atisbo una Guerra Civil, pero sí un conflicto civil, o un conflicto contra la democracia.
–¿Qué nombres propios tiene ese peligro? Quiero decir, ahora hay nombres propios muy notorios tratando de explicarle a la gente que ellos sí pueden arreglar esto, que es lo que hizo Franco: “Yo sí puedo arreglarlo”.
–El motor de esas gentes es el ansia de poder. Creo, por ejemplo, que Santiago Abascal (el líder del ultraderechista Vox) sabe que lo que él promueve no es bueno para los ciudadanos, que ciertas cosas no caben dentro de los derechos humanos. Pero sabe que, si el país entra en quiebra, su política populista ganará adeptos y acabará gobernando. Yo creo que él es consciente, porque me parece un hombre inteligente y creo que cierta empatía puede tener, pero le pueden sus ganas de poder —signo de una inteligencia emocional nula—. A esta gente ávida de poder le da igual que su posición se mantenga a cambio de que el pueblo vuelva a sufrir, de que vuelva a matarse. Creo que Santiago Abascal es un ejemplo de todo esto.
–Nuestra conversación se publicará en Argentina, donde hay otro ejemplo. Ahora todos los países parecen hermanos con el mismo mal. ¿Y lo que te llega de América Latina, de Europa, de Oriente Medio, de Norteamérica? A los 35 años, estás en un mundo en el que mucha gente fue a la guerra con esa edad. ¿Cómo ves estas guerras?
–Vivimos en una sociedad de lo instantáneo, citando a Zygmunt Bauman, la sociedad líquida en la que lo instantáneo y el estímulo rápido es lo que determina nuestra forma de interactuar. En lugar de cultivar un espíritu crítico y dedicar tiempo a la lectura, ir a los bares y compartir con los amigos lo que hemos leído, debatir la situación del país, manifestarnos…, nos aislamos cada vez más. Nos informamos en las redes y nos desahogamos allí mismo, sin pisar el mundo real. Y los populismos se alimentan de esto, tanto de izquierda como de derecha.
–¿Cómo se soluciona esto?
–Apostando por una educación más fuerte. Pero claro, requiere mucho tiempo, y a la élite tampoco le interesa que el pueblo piense. Es complejo. No soy optimista. Me parece que todo va cuesta abajo y que no hay solución, aunque podemos ralentizar la caída.
–La consecuencia, y la que tú exhibes aquí como escritor acerca de aquella época, es el dolor y el miedo.
–Y las casas vacías, por eso titulé así la novela. El título es un epílogo. Describe las casas que se quedaron vacías después de la guerra.
–¿Relacionas toda esa maldad con tu niñez?
–Quizás sí. Me he enfrentado desde muy pequeño a la crueldad humana. Todos los niños traen esa maldad de fábrica y luego tienes que ir educándolos. Yo me preguntaba por qué un niño me pegaba por parecer gay, si no sabía ni lo que era ser gay con ocho años. Aprendí desde chico a defenderme de la gente que, por querer imponer su idea del mundo, iba contra mí.
–En el libro hay mucha referencia a lo que el autor está pensando de lo que ocurre, un autor que se compadece.
–Y además haces tu propia autobiografía mientras vas contando lo que ocurre. Eso requiere sentido del humor. El humor está muy presente en este libro y es insólito.
–Sí. Creo que fue Nadal Suau quien escribió : «El autor da un triple salto mortal y no se mata», por haber usado también el humor con un tema tan sensible para nosotros todavía hoy. Como te dije antes, la considero novela total y, como tal, hay sexo, gastronomía, orografía, antropología, muerte, nacimiento, épica… y también humor. Hay de todo, como en la vida. Un humor absurdo, que tengo como casi manchego que soy, pues los jiennenses somos muy manchegos.
–Muchas veces esa broma es altamente literaria. De modo que un río se puede llamar Ferlosio, como el gran escritor.
–Yo tenía nueve años cuando mi profesor de plástica me dio un fragmento de su libro Alfanhuí para que lo pintáramos, y así conocí a Ferlosio. Fue mi primer contacto con el realismo mágico. Creo que es lo único que se ha hecho en este país en un realismo mágico salvaje, bruto y continuo, las Industrias y andanzas de Alfanhuí, del que el propio autor decía que era su única obra buena. Hago muchos guiños a todos los escritores que tanto me han aportado.