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en el Centro de Atención al Migrante Retornado en Tegucigalpa, Honduras, el 18 de febrero de 2025. Aunque los gobiernos centroamericanos dicen que están tratando de organizar la migración inversa, reina el caos. /AFP
Cientos de migrantes, muchos de ellos niños, abordan en estos días lanchas en Cartí, en la comarca indígena de Guna Yala, en el Caribe panameño. Van camino al sur, una travesía de unas 12 horas hasta el puerto de Necoclí, en Colombia, para luego seguir por tierra, la mayoría a Venezuela.
Buscan esquivar los controles en tierra que intentan sin éxito ordenar el flujo migratorio inverso y, sobre todo, el cruce de la selva del Darién, que muchos hicieron hace unos meses cuando se dirigían hace el norte y donde lograron sobrevivir a bandas criminales y peligros de la jungla.
Pero el peligro no desaparece. Una niña venezolana de ocho años murió al naufragar el viernes uno de estos botes con una veintena de migrantes.
Entre los migrantes reina la desazón y la tristeza. Desde que llegó a la Casa Blanca Trump aplica una política de mano dura contra los migrantes, con redadas y expulsiones de personas en situación irregular a distintos países e incluso a la base estadounidense de Guantánamo, en Cuba.
También eliminó la aplicación móvil CBP One que permitía a los migrantes programar citas para solicitar asilo.
“Eso ya murió. Ya no hay sueño americano. Nueve meses esperé la cita y uno se cansa. Ya no hay esperanza. Nada”, dice a la AFP Palacios, de 27 años, quien regresaba desde México con su hijo de 11 años y su esposo.
Junto a otros migrantes, esperaban la lancha en el desvencijado muelle de Cartí Sugdupu, una isla donde la mayoría de habitantes fue trasladada a tierra firme el año pasado porque en un futuro quedará bajo las aguas por el cambio climático.
En Cartí, Palacios y su familia, que han gastado más de 2.000 dólares sólo en el regreso, esperan que sus parientes en Venezuela les envíen los 250 dólares para pagar el bote.
“Lo peor en mi vida”
Vienen en su mayoría desde México, sin documentos y endeudados tras gastar entre $5,000 y $10,000 en el viaje. Han dormido en refugios o en la calle, pasaron hambre y vendieron golosinas en los semáforos para medio comer y pagar los buses o lanchas de retorno a sus países.
Cuando Astrid Zapata llegó desde México con su esposo, su hija de cuatro años y un primo hace pocos días al refugio La Esperanza, en la capital de Costa Rica, lo primero que hizo fue colgar la bandera de Venezuela en el pequeño cubículo donde dormirían.
“Ya no hay futuro en Estados Unidos. Pero tengo miedo. En este retorno es muy duro volver a entrar a la selva. A una madre se le murieron dos hijos ahí, los vi ahogados en el río”, contó a la AFP en ese albergue no gubernamental.
La venezolana Karla Peña, de 37 años, su bebé de dos años, su hija, su yerno y un nieto, estuvieron entre los 300,000 migrantes que cruzaron en 2024 el Darién. La selva “fue lo peor en mi vida”, dice en un refugio en Tegucigalpa al que llegaron desde México hace un par de semanas.
“Retroceder es fuerte. Ha sido duro porque venimos de país en país, sin pasaportes, y ahora pensar que adelante nos espera la selva o una lancha”, lamentó.
Pero para estas mujeres y sus familias -parte del éxodo de ocho millones de venezolanos de la última década- quedarse en México no era una opción: bandas criminales los secuestraron, exigieron pagos para liberarlos y eso los llevó también a emprender el regreso.
“Empezar de cero”
Algunos van quedando en el camino. María Aguillón partió en diciembre de un pueblito del sur de Ecuador con su esposo, tres hijos y tres nietos. “Teníamos que salir porque hay mucha matanza, yo había perdido un hijo”, dijo a la AFP sollozando en el albergue de San José.
Cruzaron el Darién, pero a su marido lo deportaron de Panamá y ella siguió con el resto. Quería llegar a Estados Unidos para reunirse con otros dos hijos que viven allá, pero no pudo.
Hoy esta mujer de 48 años intenta hallar un trabajo en Costa Rica para reiniciar una vida con su familia.
“Empezar de cero”, resume Yaniret Morales en el albergue de Tegucigalpa. Esta madre de 38 años vuelve con su hija de 10 a Venezuela, pero solo “para juntar una plata y emigrar a otro país”, ya no a Estados Unidos.
Aunque los gobiernos de Centroamérica dicen esforzarse por organizar la migración inversa, hay caos. Panamá y Costa Rica recluyen a los migrantes en centros de refugio en zonas remotas fronterizas.
“Prometieron vuelos humanitario y nada. Puro embuste”, dice Palacios. “Volvemos con los sueños rotos a nuestro país”.