La segunda vuelta de gobernadores confirmó una realidad política sustantiva: el gobierno de turno podrá tener menos del 30% de aprobación y más del 65% de rechazo, pero las fuerzas que lo conforman siguen rondando la mitad del electorado. Lo mismo ocurrió en la presidencial y parlamentaria anterior: Sebastián Piñera había tenido dos años con niveles de aprobación famélicos y un rechazo superior al 70%, pero igual Kast y Sichel sumaron más del 40% en primera vuelta, y las derechas sacaron un 44% en diputados y la mitad de los senadores.
Con todo, el resultado de ayer fue un balde de agua fría para las oposiciones, que insistieron en creer que era fácil capitalizar con un gobierno en el suelo. Pero no: una cosa es que la gente desapruebe la gestión de las actuales autoridades; otra, que vea en la oposición una alternativa razonable. Y eso es lo que, al parecer, sigue sin ver; porque las oposiciones (en plural) no tienen un proyecto unitario, ni son capaces de proyectar una visión de país compartida. Las fuerzas que conforman el actual oficialismo representan, en cambio, una cultura política que no se desploma, menos todavía si desde la DC hasta el PC están dispuestos a unirse en torno a un objetivo común.
Las derrotas en la RM y Valparaíso son especialmente dolorosas para la derecha. En primer lugar, porque confirman errores en la designación de los candidatos y, sobre todo, por no haber hecho primarias ni llegado con un solo nombre a la primera vuelta. En simple, la oposición paga cara su falta de unidad y de generosidad a la hora de enfrentar al adversario principal. También, sigue prisionera de la ilusión de creer que basta un mal gobierno para ganarle a las fuerzas que lo sostienen.
Otra arista importante de los resultados del día de ayer: los extremos volvieron a fracasar. El partido Republicano fue de nuevo derrotado por la centroderecha y el eje PC-FA terminó aún más débil frente a la centroizquierda. El sólo hecho que el PC-FA tuvieran que celebrar el triunfo de Claudio Orrego, un histórico líder de la ex Concertación, el mismo que la vez anterior derrotó a Karina Oliva con votos de la derecha, es todo un símbolo del cambio de correlación de fuerzas que ha vivido el oficialismo. El mismo que ahora tiene en el propio Orrego a una de sus mejores cartas presidenciales para el próximo año.
En síntesis, una primera lectura que dejan los resultados de ayer es que seguimos siendo un país dividido en mitades equivalentes, donde gana el que lo hace mejor, no el que apuesta sólo al deterioro del adversario. Otra es que el voto obligatorio ha sido un factor clave en el debilitamiento de los extremos y en el reposicionamiento de las fuerzas que apuestan por la moderación. Al final del día, imaginar una eventual contienda 2025 entre Evelyn Matthei y Claudio Orrego (o Carolina Tohá) se parece mucho más al Chile de inicios de la transición, que al país polarizado y con delirios refundacionales de los últimos años. Esa sola constatación es, sin duda, una buena noticia.
Por Max Colodro, filósofo y analista político.