Con la minuciosidad y el sentido del deber, y la precisión, propios de un calígrafo, y el orgullo de quien se sabe muy bueno en lo que hace, y de su tipografía única, qué magnífica letra, Tadej Pogacar, el mejor ciclista del mundo, estrenó su maillot arcoíris una tarde de perros, nubes a ras de suelo, lluvia constante en una tierra anegada, con una victoria en la colina de San Luca, Bolonia y sus soportales rojos a sus pies, el santuario de la virgen a su derecha. Seis días después de poner un tick verde en el Mundial en Zúrich, el esloveno continúa en su empeño personal, que no es el de igualar el palmarés de Eddy Merckx, aunque el Caníbal caiga en el camino, sino el de ganar todas aquellas carreras en la que participa.
La casilla vacía junto al Giro dell’Emilia, que así se llama oficialmente la carrera boloñesa, una clásica de 215 kilómetros y 115 años de existencia, como el Giro de Italia, era una de las que más le fastidiaba (aunque no tanto como la de la Milán-San Remo, la carrera, dice, que le llevará a la tumba), pues la había disputado tres veces y dos de ellas había terminado segundo. Y podría sumar una cuarta vez, el oficioso Giro dell’Emilia que supuso la segunda etapa del pasado Tour: atacó en la colina de San Luca Pogacar y le resistieron Carapaz, Vingegaard y Evenepoel. No ganó la etapa entonces, pero al menos vistió allí el maillot amarillo, símbolo de un Tour de Francia que tres semanas después, en Niza, ganaría por tercera vez.
“Misión cumplida”, dice Pogacar. “Estoy superfeliz de hacerlo con este maillot, el maillot arcoíris. Me sentí muy bien los cuatro primeros días después del Mundial, hasta el miércoles, que era como si nada. Y entonces llegué aquí, recibí toda la equipación, todo el maillot y sentí un poco la presión. La primera carrera con el maillot arcoíris y tienes que volver a demostrar que eres el mejor. Estaba bajo presión para rendir, pero al final ha sido un buen día”.
La primera de su vida con el arcoíris en el pecho es la 87ª victoria en las seis temporadas que Pogacar, de 26 años, lleva en el WorldTour, la 24ª de 2024 en 56 días de competición; la quinta victoria en una carrera de un día el año del Giro y el Tour, después de las Strade Bianche, Lieja, Montreal y el Mundial, y las cinco las ha ganado de la misma manera, con su caligrafía ciclista única e inimitable, atacando de lejos, solo, yéndose solo, sembrando el caos, el miedo, el cálculo y la envidia a sus espaldas, donde los mejores corredores del mundo entran en un estado de estupidez que les lleva a comportarse como cicloturistas. Es el efecto Pogacar.
Cuando el campeón del mundo ataca en la colina este primer sábado de octubre, otoño pleno, y setas, en la gran llanura italiana, nadie le puede seguir. Ni lo intenta Remco Evenepoel, el belga que quiere ser el más grande, campeón del mundo él mismo hace dos años, tercero en el Tour, y que hasta ese mismo momento –faltan 38 kilómetros para la llegada, es la primera de las cinco ascensiones a San Luca, montículo de apenas 200m de altura, poco más de dos kilómetros de largo con una pendiente media del 9,7%– era el más fiero de los rivales. Evenepoel, su casco dorado de campeón olímpico intentando capturar algún rayo de luz para brillar, el faro de una moto quizás, acelera todo lo que pude, libera todos sus vatios y solo puede observar, impotente, cómo, con la boca cerrada, Pogacar se planta a su rueda, tranquilo. Espera su momento y el ataque loco de Lorenzo Fortunato, un Astana feroz en las cuestas, lo precipita. Pogacar responde –su habitual ráfaga de metal de trombonista de jazz hasta quedar sin aliento de 700 vatios— y solo se atreve a desafiarle, igual que en el Mont Royal de Montreal, Matteo Jorgenson, un americano de Boise (Idaho), espigado, trigueño y descreído que, como en la carrera canadiense, sucumbe rápidamente.
Pedaleando alegre, o así parece, feliz, Pogacar, el movimiento rítmico de sus hombros, las manos bien clavadas en la parte superior del manilla, el zigzagueo de sus curvas cuando se pone de pie sobre los pedales para aumentar el ritmo, rápidamente saca una ventaja cómoda al pelotón perdido –se reduce a 12 o 14 corredores, ateridos, incómodos, y en la cabeza una pregunta, qué pinto aquí, corista de una sola estrella—que al final de la quinta ascensión, junto al santuario y la virgen se acerca a los dos minutos (1m 54s), sobe el segundo, el pimpante inglés Tom Pidcock, que en los últimos metros adelanta a sus dos compañeros de trío, el italiano Davide Piganzoli y el canadiense Michael Woods.
Pogacar, más que el mejor ciclista de la historia, quizás, camino lleva, personifica el fin de la llamada paradoja del esfuerzo que tanto despista a los científicos. Al mismo que admiramos y valoramos más que nada las tareas que requieren un esfuerzo supremo, seguíamos siempre la ley del mínimo esfuerzo, tan profundamente inscrita en la psique humana. Nos engañábamos pensando que lo hacíamos para ahorrar energía porque temíamos llegar al límite antes de terminar la tarea, y quedarnos vacíos, pero en realidad, la ley del mínimo esfuerzo es pura pereza, dicen los psicólogos de Bolonia, no hacemos algo porque pensamos que nos va a costar mucho. Desde que ha descubierto que su cuerpo puede trasegar hasta 200 gramos de carbohidratos a la hora diluidos en sus bidones –”y mi estómago lo resiste bien: hace cinco años siempre ensuciaba el culotte”, le explicaba hace unos días al fisiólogo Peter Attia –, Pogacar no teme quedarse sin energía y ha convertido el esfuerzo en un tigre de papel, como el imperialismo, ni lo teme ni lo abraza. Y quizás por eso, mientras a todos los rivales, a Primoz Roglic también, el rey de San Luca, su orgullo, se les observa pedalear con las espaldas hundidas por la carga de un esfuerzo sobrehumano, Pogacar pedalea como quien silba, y silba mientras pedalea.
A los científicos que se interrogan por su especial ser y que al no encontrar respuesta lógica se rinden –”está tocado por la varita mágica”, es la conclusión a la que llega su entrenador, el sevillano Javier Sola, admirado por su capacidad de ponerse en forma a la mínima—Pogacar les responde que no hace nada especial, que quizás este año hace más ejercicios de fuerza y de core en el gimnasio y que, como se está haciendo viejo, presta más atención a la nutrición. “Ya no estoy tan obsesionado como antes, cuando comía de todo y no engordaba, con la comida basura o con los pasteles”, le explica a Attia en un pódcast, “pero tampoco me restrinjo a tope. Y de vez en cuando, muy poco, peco, porque si no lo hiciera, si no comiera una pastilla de chocolate en seis meses, llegaría un momento en el que estallaría y me pasaría. Y así en vacaciones no tengo antojos. Como sano y no mucho, y no engordo, me quedo como mucho en 69 kilos, cuando mi peso en el Tour son 64 y medio”.
Celebró el Mundial con una fiesta larga y el día siguiente, con resaca, salió en bicicleta con su amigo de Mónaco Carlos Sainz, y junto a él pecó comiéndose una focaccia. Para celebrar su Giro dell’Emilia, seguramente no se permitirá tal derroche. El año aún no ha acabado. El martes le espera otra clásica italiana, los Tres Valles Varesinos (esta sí la ha ganado, en 2022 delante de Sergio Higuita y del otoñal de despedida Alejandro Valverde) y el próximo sábado su plato preferido, el Lombardía, el último monumento del año que ya ha ganado tres veces, los tres últimos años.