Clostebol aparte, quizá no haya descripción más atinada que la escrita por Paolo Bertolucci en La Gazzetta dello Sport, donde el extenista, seis títulos para su país en los setenta, de 73 años, titulaba antes de esta última final maestra en Turín: “Sinner e il potere di avere tuto sotto controllo”. Es decir, Jannik y el poder de tenerlo todo bajo control. Y vaya si lo tiene el campeón, que ha hecho de la victoria una costumbre y que conforme va entrando en trance este domingo, afilando los ojos bajo la visera y echando más y más carbón a su cordaje, dinamita en realidad, va adueñándose de un trofeo de prestigio que corona una temporada sencillamente majestuosa, con ocho títulos (dos de ellos grandes), 70 triunfos y, lástima, lamentan los que le siguen y le apoyan, sus devotos, ese manchurrón del positivo detectado en Indian Wells. Pero hoy por hoy celebra: doble 6-4 (en 1h 24m) ante Taylor Fritz, rendido este otra vez a la evidencia. Ahora mismo, Sinner es un ciclón.
El número uno no había concedido un solo set en dirección al desenlace del torneo y ejerce de la misma forma, imperial, pegando durísimo desde el fondo y mareando al estadounidense, que intenta replicar en el golpeo y termina pisando la cáscara de plátano. Se sabe que el bueno de Taylor ha evolucionado, que a partir de ahora quizá haya que tenerlo más en cuenta de cara a las grandes competiciones —porque ahí quedan esta finalissima de Torino y la de hace dos meses en Nueva York— y que su ascenso al número cuatro corrobora una meritoria y merecida escalada, pero, del mismo modo, se sabe que a Sinner se le está poniendo cara de ogro y que va a ser tarea más que complicada desplazarlo de lo más alto, o así lo dicen los acontecimientos. Al parecer, hay líder para rato. Lleva cinco meses en la cúspide y el próximo curso comenzará con él como hombre a batir, con Carlos Alcaraz siguiendo su estela.
Si el murciano, genial él, funciona a base de chispazos, lo del pelirrojo es todo un ejercicio de linealidad y precisión, una constante en las estaciones finales de los torneos. Progresa y progresa, se hace más y más grande y a sus 23 años frescos, también empieza a coger hechuras de fuera de serie, pese a toda la marejada que arrastra por el episodio del masaje: el corte en la mano de su fisio, el masaje sin guante y la consiguiente contaminación, esgrime. Exonerado de entrada, la apelación de la Agencia Mundial Antidopaje (AMA) ha dejado el caso en el aire, pendiente de veredicto, y él se dedica entretanto a seguir triunfando y despachando adversarios. Se desquita ahora en casa, después de que hace un año Novak Djokovic le privase del premio, pero ahora mismo, no hay más dictado que el suyo. Incontestable por los cuatro costados.
Fritz le tiene ganas, por eso de redimirse también del episodio de septiembre en la final del US Open, sin opción alguna entonces, pero el norteamericano sabe que la cosa está más bien complicada y que deben alinearse los astros para que disponga de alguna oportunidad; ha mejorado su derecha, pero no hasta ese punto. Desde la tribuna, tal y como avanza el pulso, el intríngulis está en comprobar cuándo cae el cántaro a la fuente y el tenista local obtiene el primer break. Aprieta y aprieta el ídolo entre la atmósfera anaranjada del graderío, mucha peluca para simular esa cabellera ensortijada, y al final la rotura se produce en el séptimo juego. A partir de ahí, un Sinner en tromba y un adversario expuesto al tormentón, resiliente pero consciente de que ya no puede permitirse otra concesión, con toda la presión que ello supone porque de lo contrario, la historia se acabará demasiado rápido.
Poco importa que rasee la pelota e intente buscarle las cosquillas por ahí. No hay forma, no hay fisuras hoy. En cambio, los disparos de Sinner van adquiriendo más velocidad, mejor sentido y más peso, y eso suele ser sinónimo de que viene el tren, de que llega otra rotura, obtenida en el quinto juego del segundo parcial. Corea el Inalpi Arena a su jugador: “¡Olé, olé, olééééé, olééééééé, Sinneeeeer, Sinneeeer!”. Festeja Italia, redondea el protagonista una temporada de relumbrón y aflora un dato bárbaro: desde el 86, cuando un robot llamado Ivan Lendl engulló todo lo que tenía por delante, ningún maestro lograba coronarse sin entregar una sola manga. Pero ahí está Jannik, otro autómata extraordinario, ese elogio al control del que escribe Bertolucci; el mismo que ha firmado 17 triunfos contra top-10 este año, cinco más que Alcaraz. Más fuerte con los fuertes que ninguno, Sinner arrasa y Turín lo jalea por todo lo alto. Triunfos y más triunfos para él, a la espera del juicio final por el clostebol.