En un domingo reciente, cuando me dirigía a casa de mi vecina Milagros, con el ánimo de degustar el café que muchas veces comparte conmigo, volví a encontrarme con el desagradable espectáculo que ya se ha convertido en práctica más que común: un hombre orinando descaradamente ante la vista de todos.
Cuando se lo comenté a Milagros, mi amiga me dijo: eso ocurre a cualquier hora y cada vez con más desvergüenza.
Sí. Al menos en Caimito ya se ha convertido en práctica común este descaro, del cual he dejado constancia escrita más de una vez; pero, desde esa última escritura hasta el presente, ha alcanzado ribetes verdaderamente preocupantes.
Hace apenas un par de meses me vi obligado a expulsar de la entrada de mi vivienda a un hombre que allí defecaba impunemente. El sentido común impidió que mi cólera no fuera la cólera de Aquiles. Pero aquel paisaje inmundo y fétido a duras penas lograba contener los demonios casi siempre apacibles de este redactor.
Sin haber transcurrido 24 horas, en una de las aceras al costado de la calle 40, otra película larga y tenebrosa se proyectaba en la escena: un individuo, largamente acuclillado y semidesnudo, dejaba sus abultados residuos corporales a merced del paso ingenuo de los transeúntes.
Con el auge de comercios donde es copiosa la venta y el consumo in situ de cientos de cervezas, este mal ha empeorado. Después de ingerir un puñado de estas y de hincharse las vejigas a más no poder, el apurado -a falta de algún baño- busca desesperadamente cualquier sitio donde descargar el líquido que ya le sobra. A falta del lugar adecuado, ¿dónde lo hace? En cualquier parte… y a quien no le guste, que no mire.
Cuba es un país civilizado. Incluso lo es más que algunos orondos de serlo. Pero si hasta fecha reciente logramos mucho en esta materia, no significa que no podamos retroceder hasta la entrada de las cavernas. La civilización y la cultura se han de cultivar todo el tiempo, o las malas hierbas terminarán por robarles el espacio.
Observar estos espectáculos nada edificantes es vergonzoso. Dice mucho de cuánto estamos retrocediendo en cuanto al respeto por el prójimo.
Habrá entonces que tomarse dos cosas en serio: construir los baños suficientes, aunque sean en versiones rústicas, y ponerle coto tajante con los rigores de la ley a quienes, sin ningún miramiento ni pena, orinan y defecan a las puertas de cualquier casa o donde la contingencia del cuerpo los apure o sorprenda
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