En la sede de la ONU, el mármol sigue brillando. Los ascensores suben y bajan en silencio, las banderas flamean sin viento y el eco de los discursos se mezcla con el zumbido constante del aire acondicionado. Desde su despacho en el piso 38, António Guterres pronuncia palabras medidas sobre el sufrimiento del mundo. Las cámaras lo enfocan, los traductores repiten su voz en varios idiomas, y afuera —mucho más allá del East River— las bombas siguen cayendo.
El secretario general parece hablar desde una distancia infinita. Su tono es calmo, sus gestos, contenidos. Dice “preocupación profunda”, “violencia inaceptable”, “llamado urgente al diálogo”. Nadie lo interrumpe. Nadie lo contradice. Tampoco nadie le hace caso.
En los pasillos del edificio, los diplomáticos de traje oscuro comentan los fracasos con una resignación elegante. Ucrania, Gaza, Haití, Sudán, Yemen. Los nombres cambian, el guion es el mismo. En cada crisis, la ONU aparece para exhortar, para advertir, para pedir contención. Ya no arbitra, no media, no impone. Comenta.
Guterres, antiguo alto comisionado para los refugiados, llegó al cargo con fama de conciliador. Prometió reconstruir la confianza en la institución, pero la confianza se fue desmoronando con cada comunicado sin efecto. En las guerras modernas no hay armisticios, sólo treguas breves; y en esa fugacidad, la ONU quedó atrapada en su propio ritual: sesiones solemnes, comunicados diplomáticos, condolencias en tono neutro.
Su figura encarna una paradoja: un hombre de buena fe en un sistema sin fuerza. Sus advertencias sobre el cambio climático, la desigualdad y las migraciones suenan sinceras, pero carecen de filo. Los jóvenes marchan por el planeta exigiendo acción y lo miran como a un abuelo educado pero impotente. En sus conferencias, Guterres habla del “destino común de la humanidad”, pero el mundo que lo escucha ya no cree en destinos compartidos.
La ONU, bajo su mando, ha perdido su centro de gravedad. Su neutralidad se volvió pasividad; su autoridad moral, retórica vacía. En lugar de ser la conciencia del mundo, es ahora su comentarista oficial. Una maquinaria que produce frases correctas y resultados nulos.
En Nueva York, los periodistas que cubren el organismo lo saben: cuando Guterres habla, no se espera acción, se espera texto. Un párrafo para citar, una oración para archivar. Las guerras, las hambrunas, los desplazamientos, todo cabe en los comunicados del secretario general.
El mundo arde y él reparte declaraciones. Lo hace con buena intención, pero con una distancia que duele. Su ONU es un edificio de cristal donde aún resuena la voz de Dag Hammarskjöld y la sombra de Kofi Annan. Ellos creían en el poder moral de la palabra. Guterres también lo cree, pero nadie ya lo escucha.
Tal vez el problema no sea sólo él, sino el tiempo que le tocó vivir: un siglo de ruido, de líderes que desprecian los foros, de pueblos que ya no confían en las instituciones. Pero aun así, uno espera que el secretario general sea más que un testigo. Que su voz tenga peso, que su gesto tenga valor.
Hoy, sin embargo, su figura se parece más a la del cronista de un mundo en ruinas que a la del mediador que intenta salvarlo. Desde su ventana en Manhattan, observa el planeta en llamas. Y dicta, con tono grave, un nuevo llamado a la paz que nadie atenderá.