Se le atribuye a George Orwell una frase que dice que en tiempos de engaño, decir la verdad es un acto revolucionario. Pues hoy estoy aquí para comenzar una revolución. Y tengo el privilegio de no tener que ser políticamente correcta, algo que me ha metido en muchos problemas, pero que me permite dormir muy bien, cada noche.
Estoy aquí ante ustedes como la bisnieta de un trabajador de la caña del pueblo de Guánica, Puerto Rico, donde los Estados Unidos invadieron la nación puertorriqueña por segunda vez.
Ahora bien, la verdad a veces duele. Pero eso no significa que no admire los principios sobre los cuales se fundó este país, los Estados Unidos. Los admiro tanto, que los quiero para mi país, Puerto Rico. Fui dotada por mi creador de ciertos derechos inalienables, entre ellos la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
Y hoy, mientras estamos aquí honrando a Don Pedro Albizu Campos —y fíjense que digo «Don Pedro Albizu Campos», porque en Puerto Rico el título de “Don” se le da a quienes se lo merecen. No to’ el mundo es Don.
Por un lado de mi familia había pobreza extrema —sin zapatos, sin comida, sin futuro. Y también soy bisnieta, por el otro lado, de un dueño de hacienda cafetalera de Lares, Puerto Rico. Se pueden imaginar las discusiones entre mis padres. Uno del pueblo que protagonizó una pequeña revolución —pequeña en tiempo, pero no en espíritu— Lares, Puerto Rico. Cuando peleaban en la mesa, uno le decía al otro: “Tú, que vienes del pueblo que ni una revolución pudo lograr.” Y mi madre le respondía: “Y tú, del pueblo que ni siquiera pudo defender la patria.” Eran discusiones duras, con preguntas profundas.
Quiero hablarles de cuatro cosas sobre Don Pedro Albizu Campos. La primera, que ya Baba mencionó un poco, es su capacidad de entenderse a sí mismo como parte de un entorno mayor, su capacidad de entender, como decía Fannie Lou Hamer, que “nadie es libre hasta que todos seamos libres.” Por eso él estaba tan en sintonía con el movimiento revolucionario irlandés, y con otros movimientos revolucionarios en América Latina.
Si la pandemia del COVID nos enseñó algo, es que lo que tú haces me afecta, y lo que yo hago te afecta a ti. Así que si un niño es arrancado de los brazos de su madre en una frontera que quizás nunca veamos, es como si me arrancaran a mi propia hija, Marina, de los brazos. Si alguien entra a una escuela porque quienes deberían proteger la vida de nuestros hijos prefieren el dinero de la NRA y no aprueban leyes sensatas de control de armas, ese niño pudo haber sido el mío.
El huracán María no le preguntó a nadie por quién votó antes de arrancarnos todo. Y hoy, por la incompetencia y negligencia de un gobierno que consideró nuestras vidas prescindibles, más de 3,000 puertorriqueños no despertaron. Murieron por abandono, simplemente porque somos sujetos coloniales.
Y todavía hay gente en Puerto Rico que mañana dirá: “Ay Dios mío, ¿qué hace Yulín allá? Esa comunista. ¿Por qué están diciendo que Pedro Albizu Campos debe tener un retrato en el Club de Harvard, aunque sea independiente de la universidad?” Pero esas son las mismas personas que veneran a George Washington y a Nelson Mandela. Las mismas que dicen que estuvo bien que las 13 colonias se levantaran contra su conquistador. Qué hipocresía, ¿verdad?
Pero eso es lo que hace el colonialismo: te confunde. Te hace admirar lo que no eres. Yo lo llamo —y solo los puertorriqueños lo van a entender— el complejo del coquí que quiere ser sapo. Es una ofensa estructural diseñada para crear una crisis de identidad, para intentar despojarnos de la identidad que don Pedro Albizu Campos encarnó en todo lo que hizo.
No puedo entender cómo una nación que nació rompiendo las cadenas del colonialismo todavía mantiene sujetos coloniales.
Una de las grandes lecciones de don Pedro es que, al ver su dignidad, su resistencia y su defensa de la justicia, podemos vernos reflejados.
Quizás muchos no lo sepan, pero soy una persona profundamente religiosa. No pasa un día sin que rece al menos una parte del rosario, y le digo a Dios: “Tú que eres todopoderoso, termínalo tú, que yo tengo mucho que hacer.”

Para don Pedro, la lucha por la libertad y la justicia no era solo una lucha política, era un imperativo moral. Ese mismo imperativo moral que muchos sintieron aquí, en Nueva York, cuando vino el huracán. Los primeros en llegar a ayudarnos, siete días después de María… perdón, voy a corregirme a mí misma, nueve días después de que María devastó la isla, fueron enviados por insistencia de Melissa Mark-Viverito y el entonces alcalde Bill de Blasio, estas personas se quedaron con nosotros en San Juan por seis meses. Nadie llenó papeles; nadie pidió permiso. Escucharon, vieron y actuaron. Así era don Pedro: actuaba.
A quienes van delante de su tiempo se les llama disidentes. Pero al hacerlo, los etiquetamos como que se oponen a una norma. Eso hace que la norma suene como si fuera lo correcto. Ellos no están simplemente en desacuerdo; responden a un poder superior: a las leyes de su conciencia. Nos muestran que, para avanzar, cada uno de nosotros debe responder a su propia conciencia. Hay personas en este país que dicen que actúan según su conciencia; pero existen conciencias que unen y otras que dividen; algunas construyen, otras destruyen. Algunas impulsan agendas inclusivas y otras no. Don Pedro Albizu Campos nunca tuvo miedo de hablar.
Les cuento una historia de cuando tenía seis o siete años. Mido 4 pies 11 pulgadas y media—, y esa media pulgada es importante. Mi abuela medía 4 pies 11. Cuando tenía seis o siete años me molestaban en el recreo. Alberto Ferreras, que produjo la serie Habla en HBO durante más de 20 años, tendrá que escuchar esto otra vez. Un día mi abuela llegó a buscarme y yo tenía un labio un poquito cortado y un poquito de sangre en la nariz. Mi abuela me dijo “¿qué paja?” Cuando tu abuela pregunta “¿qué pajó?”, ya estás en problemas. Le dije que me empujaron en el recreo porque soy chiquita. Ella preguntó: “¿Empezaste tú la pelea?” Le dije que no. “¿La terminaste?” Entonces se me empezó a temblar el labio, ustedes saben ese gesto que haces cuando quieres llora, pero no quieres que tu abuela te dé una paliza. Ella me dijo: te voy a decir lo que vas a hacer la próxima vez. Eran los finales de los 60. No profeso la violencia, solo relato lo que ella me dijo. ¿Recuerdan esas loncheras de metal con el termo grueso que se rompía? Pues me dijo: “La próxima vez que te empujen, usa tu lonchera y golpéalo lo más fuerte que puedas, corre lo más rápido que puedas y grita lo más fuerte que puedas. Porque si se te alcanza te va a dar una tunda.” Él era mucho más grande.
Volvió a suceder e hice lo que ella me dijo. La llamaron a la escuela. Yo estaba sentada afuera con una gran sonrisa. Ella preguntó: “¿Empezaste la pelea?” Le dije: “No, pero la terminé.” Entramos y la maestra comenzó a reprenderme. Todos preguntaban qué había pasado; siempre fui una buena estudiante, tan calmada. Mi abuela se levantó, con sus 4 pies 11, y dijo: “Es curioso que cuando la empujaron nadie hizo nada; pero ahora que ella se defiende, resulta que es la mala. ¿Cuál es el castigo?” No sé cuántos días de castigo, pero mi abuela me dijo: “Recoge tus cosas, te invito voy a comprar un helado, porque tienes derecho a defenderte”. Y mientras íbamos en el carro me dijo algo aún más profundo: “Tienes derecho a defenderte, pero también tienes la responsabilidad de defender a los demás.”
Así que ven: él fue a Harvard, obtuvo una educación de privilegio, pero sabía que tenía responsabilidad con los demás, con su patria, con su nación. Yo no soy una súbdita colonial. Soy una nacional puertorriqueña con ciudadanía estadounidense. Eso es distinto a ser americana. No lo digo para faltar el respeto; lo digo para ponerlo en contexto. Sé que no todos los puertorriqueños sienten igual, y debemos respetar el derecho de cada quien a escoger el futuro que quiera para Puerto Rico, mediante un proceso de libre determinación en el que don Pedro creyó fervientemente, y hacerlo también con respeto por las visiones ajenas.
¿Cuál es mi visión? Ustedes ya pueden imaginarla. Pero voy a hacer algo que nunca he hecho en público: el derecho a ser libre es un derecho inalienable. La libertad y la independencia no tienen que ser reconocidas para existir. Es derecho del pueblo puertorriqueño ser libre y decidir su futuro. Si ese futuro es convertirse en un estado de los Estados Unidos, bajo condiciones verdaderas y justas, que así sea. Si lo que yo favorezco es la independencia con un acuerdo o pacto con los Estados Unidos, que así sea. Y si es independencia total, que así sea.
Don Pedro nos enseñó —y sigue enseñando—, gracias a su valentía y sabiduría, que esto es justo y necesario. Érica dijo “Viva Puerto Rico Libre.” Al principio les dije que algunos puertorriqueños veneran a don Pedro y otros lo odian; Luis, admiro que puedas poner su vida en perspectiva esta noche. Luis y yo en otros temas estaríamos en extremos distintos; pero en reconocer el legado de un hombre sobre el que, 160 y pico años después de su nacimiento seguimos hablando y 61 años después de su muerte seguimos recordando, esa es la medida de su grandeza.
No soy abogada, pero haré el favor de recordarles que esto no es lo mismo que Harvard University; el Harvard Club de Nueva York es una entidad separada. Las grandes instituciones deben ser espacios de pensamiento crítico. El discurso civil debe estar en la mesa, y eso no significa que tenga que estar de acuerdo con todo. No estoy de acuerdo con el uso de la fuerza para obtener la independencia de Puerto Rico; esa es una gran diferencia entre Don Pedro y yo. Pero no puedo condenarlo sin condenar a otros hombres y mujeres, como Blanca Canales o Lolita Lebrón, quien dijo: “No vine aquí a matar, vine aquí a morir.” Esa frase marca una diferencia. “No vine aquí a matar, vine aquí a morir.”
A veces miramos a figuras como don Pedro desde un punto de vista romántico, como si trascendieran su tiempo. Debemos entender que su lucha fue contra el racismo estructural y el colonialismo. Permítanme dos minutos más. Lo que voy a decir lo digo con profundo pesar y tristeza. Una de las cosas que intenta hacer el colonialismo es despojarte de tus símbolos. Nos enseñaron que el toro grande es el toro americano; que el huevo grande blanco es el huevo americano. Y les pido disculpas si me emociono un poco; esto me golpea profundo. Nos enseñaron también que la cucaracha grande era la cucaracha puertorriqueña y que la pequeña era la americana. El Agente Naranja se probó en Puerto Rico. A mujeres se las esterilizó masivamente en los años 40 y 50, con memorandos que decían que había “demasiados puertorriqueños negros sin educación” y que eso debía detenerse. Eso no quiere decir que toda interacción entre puertorriqueños y estadounidenses haya sido mala. Hay 6 millones de puertorriqueños viviendo en Estados Unidos y 3.2 millones en Puerto Rico. No podemos negar que en ciertos momentos hubo auge económico. Pero eso no borra que la píldora anticonceptiva se experimentó en Puerto Rico en dosis 20 veces más fuertes de lo que se usó después, y las mujeres de mi generación aún sienten las secuelas de esas pruebas.
Hay un dicho: el camino al infierno está lleno de buenas intenciones. Cuando hablamos de libertad no lo hacemos por un sentimiento antiestadounidense; lo hacemos porque, como pueblo puertorriqueño, merecemos lo mismo. Ayer regresé en avión desde Puerto Rico. Mi madre tiene Alzheimer; a veces está presente y a veces no. Me preguntó a dónde iba. Le dije que a Nueva York, y ella preguntó qué iba a hacer. Le dije que iba a la develación del retrato de Don Pedro Albizu Campos. Se iluminó. Me contó que mi abuelo la golpeaba al menos una vez al año —“por lo menos una vez al año,” afirmó ella— y que cada 23 de septiembre, en El Grito de Lares, ella se saltaba la escuela para ir a escuchar a Don Pedro. Le encantaba caminar por la calle principal para verlo estrechar manos y besar a la gente. Le pregunté: “¿Por qué ibas a escucharlo?” Y ella alzó el puño y dijo: “Porque él encarnaba la dignidad de la nación puertorriqueña.”
Lamento decir a los distinguidos miembros del Harvard Club de Nueva York —que, repito, es una entidad separada de Harvard University— y a Gustavo, que ese retrato no es solo de don Pedro Albizu Campos. En ese retrato está toda la dignidad del pueblo puertorriqueño, sin importar la ideología que profese. Ese retrato significa resistencia, perseverancia, fe. Nos recuerda que somos una sola nación puertorriqueña dividida por un océano. Nos hace entender que mientras nos tengan peleando entre nosotros, ellos están más fuertes y nosotros más débiles.
Una vez dije a un caballero: “Esto no es política, señor Presidente. Esto es salvar vidas.” Ese retrato no es solo sobre don Pedro; es sobre las esperanzas, las penas, las luchas y el camino hacia adelante de una nación entera que, aunque ha sido colonizada dos veces, ha resistido y perseverado. Haré una pequeña prueba antes de mis últimas palabras: “Yo soy boricua.” No importa dónde estemos, dilo y te reconocerán. Es importante que entendamos esto, “pa que tú lo sepas” —como decimos en la isla— es decir, “para que lo sepas,” pero también es algo que se dice con fuerza. Soy puertorriqueña, y lo digo en serio.
Nuestras vidas no son prescindibles. No teníamos que morir como morimos después del huracán María. Los que tenían la responsabilidad de ayudar —porque cuando pones botas sobre el terreno tienes una responsabilidad— no lo hicieron; fueron incapaces, no quisieron o no pudieron. Ese retrato también significa que lo que Puerto Rico sea de ahora en adelante depende de nosotros. Debemos desarrollar nuestra economía, promover la soberanía alimentaria y fomentar un modelo de trabajo que nos permita sostenernos. No podemos seguir mirando siempre al norte en busca de soluciones. Con gran poder viene gran responsabilidad —Spider-Man— y con la liberación y la libertad también viene una gran responsabilidad. Por eso llevo este pin de La Borinqueña, la superheroína puertorriqueña, creada por Edgardo Miranda, que está aquí hoy.
Menos quejas, menos conversación y más acción. Comprendamos que depende de nosotros. Eleanor Roosevelt decía: “Nadie puede hacerte sentir inferior sin tu consentimiento.” Ese retrato dice: no consentimos.
Mi madre me pidió que hoy dijera algo en su nombre, y por primera vez repetiré sus palabras en público.
Quiero agradecer a Amaka y a todos en el Harvard New York Club —que, como dijimos, no es lo mismo que Harvard University—. Les hablo como la bisnieta de un trabajador de la caña y como hija de una mujer de Lares, Puerto Rico, y como una mujer de 62 años —aunque quizás no lo parezca. ¡Qué bien me veo, verdad? En las palabras de un viejo himno afroamericano, espero que llegue el día en que mi madre y yo podamos decir no solo “¡Viva Puerto Rico Libre!,” sino también: “Free at last, free at last, thank God Almighty, we are free at last.”
Muchas bendiciones y muchas gracias.
Palabras pronunciadas en el Club de Alumnos de Harvard Nueva York,3 de noviembre de 2025.
